domingo, 7 de enero de 2018

A propósito de Clavícula, Andrea Abreu

El dolor de las mujeres es un dolor raro

Tengo un dolor que me acompaña y que a la vez es muchos dolores. Va cambiando de nombre. A veces se llama migraña, otras endometriosis, dismenorrea, colon irritable, gases, costilla inflamada, calambre, contractura, insomnio. Las curas son variadas y nunca tratan el inicio de la herida. Esos tratamientos también cambian de apelativo: buscapina compuesta, paracetamol, ibuprofeno, enantyum, abrazo, llorar, chocolate. Pero no arrancan la ortiga de raíz, solo la toman por la puntita de las hojas y con los dedos irritados tiran tiran tiran y parten el tallo. Si para René Leriche «la salud es el silencio de los órganos», entonces el dolor es el gritar del cuerpo. Es un bloque atado al cuello y es caminar arrastrando el bloque. «Todo dolor, incluso el más modesto, induce a la metamorfosis, proyecta a una dimensión inédita de la existencia, abre en el hombre [sic] una metafísica que trastoca su ordinaria relación con el prójimo y con el mundo», leo en Antropología del dolor (Seix Barral, 1999) de David Le Breton. El dolor es eso: el desplazamiento de la persona, el extrañamiento del cuerpo, la conciencia repentina de la precariedad de la existencia. Lo dice Le Breton: no existe la afección sin sufrimiento, no hay padecimiento físico —por pequeño que resulte— que no implique una problemática en el medio de la moral humana. 

El dolor se me agarra como una araña negra y viscosa y crece dentro de mi estómago, mi espalda, mi costado, mi endometrio. Tengo tan solo 22 años, casi 23, y me siento una anciana, en ocasiones. En ocasiones, creo que las ancianas se sienten menos viejas que yo. Y quiero domesticar el dolor, quiero amaestrarlo para que no me domine. Subrayo esta frase en la página 41 de Clavícula (Anagrama, 2017): «Quiero domar el dolor como si fuera un animal salvaje». Y, a veces. me pregunto si mi dolor será especial o si será igual al del resto. Tantos años lleva la araña recorriendo mi cuerpo de punta a punta que ya no sé cómo detenerla. Tantas salas de espera para un simple: «Estás estresada», «No hay cura para la endometriosis», «Eres muy joven para pensar así», «Eres muy delgada para tomar eso», «¿Te duelen las relaciones sexuales? Es normal». En Clavícula, Marta Sanz habla de muchas cosas, de muchas, hace reflexiones variadas, todas inteligentes y hermosas pero, mientras avanzo, pienso sin parar en la siguiente: «[...] los calvarios de las hembras de la especie son jodidamente naturales». Subida en un avión por encima del océano, Sanz nota un dolor en el flanco que termina por desmoronar su vida entera. Su angustia recibe nombres y curas de diverso género pero, de nuevo, el centro de la herida se mantiene intacto. De nuevo, es normal. De nuevo, la mujer debe abrazar al sufrimiento, como abraza a un hijo recién nacido y le besa la cara aunque la tenga sarpullida y negra. Natural. Nuestro dolor ha de ser natural. No están nuestros cuerpos dentro de los libros. El hombre es el centro de todas las cosas y, por eso, nuestros padecimientos son del margen. Y al margen no le alcanza el conocimiento. En ocasiones, me pregunto si no será la araña el cansancio. Si no será ese dolor en el costado la tristeza de vivir siempre en el otro lado de las cosas. En el ser el no-ser. En no ser lo uno, sino lo raro.




Andrea Abreu es periodista, lee, escribe, hace collages y fanzines. Le gustan los gatos y el café. Ha publicado un libro, Mujer sin párpados, y tiene una cuenta de IG preciosa (aquí).

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